lunes, 6 de junio de 2011

El técnico


Es miércoles, son las 9:15 am del primero de Junio.  Isabel se encuentra en casa, se reportó enferma en el trabajo. La razón que la obliga a esto es que su lavadora se atascó, con la ropa dentro desde hace varios días. Ella no está dispuesta a lavarla a mano. Estuvo averiguando y finalmente ha contactado vía telefónica  a un técnico muy recomendado. La voz del hombre era agradable, hoy vendrá a revisar la lavadora y sólo puede venir por la mañana.
 Isabel se sienta ante su computadora con las intenciones de hacer su trabajo en casa.  Hay un silencio impresionante a estas horas de la mañana. Se imagina que en su edificio ni hay niños ni amas de casa  haciendo quehaceres. Probablemente todos estén trabajando durante el día. Debido al diseño de la torre de departamentos donde vive con su marido hace más de quince años, es difícil toparse con los vecinos. El vestíbulo de la entrada es bastante pequeño, los encargados de la seguridad están justo a la entrada en su pequeño centro de control.  Tiene pantallas de televisores para vigilar las entradas, estacionamientos y áreas comunes.  Aunque viven en una zona privilegiada la seguridad es un requisito. Se siente sóla en esta ocasión, le extraña esa sensación, quizá este cansada se dijo, la tomaré con calma. Isabel no logra concentrarse en su trabajo, el silencio la distrae, se levanta y decide prepararse un café y enciende el televisor, sólo para que haya ruido. Busca el canal deportivo, hay un partido de Básquet, lo ignora pero da la bienvenida al  sonido que produce. Esta por sentarse de nuevo a trabajar y se percata de que lleva su cabello aún atado sin recibir el peinado acostumbrado, se va al tocador y suaviza su cabello y lo peina un poco, sin pensarlo mucho se da una pintadita como acostumbra hacer cada mañana cuando está a punto de  irse  al trabajo, se mira aprueba y se siente mejor.
Regresa con su cafecito, al lado  de la computadora. Ahora sí se logra concentrar y repasa los datos, interpreta resultados y se hace preguntas, todo parece estar bien.
_Ring, ring. _suena el timbre. Seguro es el técnico, en el auricular le informan que la busca el  técnico en reparaciones. Autoriza que pase al elevador, que ella llama con el botón de la entrada del mismo, en la estancia de su departamento. Ve que el elevador ha sido ocupado, mira como la  luz que señala  cada piso se va encendiendo; uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Corre a apagar el televisor, pero en último momento decide subirle el volumen un poco más. Quiere que el técnico piense que su marido se encuentra en casa. Se siente insegura, se extraña ve la luz del elevador va en él: seis, siete, ocho... y ya está aquí, ese hombre extraño que en ese momento al abrirse el elevador se encuentra prácticamente en la intimidad de su casa. Se siente molesta, le dirige un saludo seco, lo pasa de inmediato a la zona de la cocina para dejarlo en el cuarto de lavado, frente a la lavadora que dejo de funcionar hacia unos días, así nadamas. El hombre se dedica a lo suyo, ella se entretiene hablando por teléfono con su secretaria, quiere ruido, quiere que el hombre no se dé cuenta de que esta sola. Pasan dos horas y ella está trabajando en su computadora, la voz del hombre la sobresalta.
--¡listo! Dice y muestra unas piezas, que se cambiaron de su lavadora.
Ella se estremece, da las gracias y pregunta el costo. Tiene prisa de deshacerse de la presencia de ese extraño en su sala.
El hombre tranquilo, hace sus cuentas, la mira, mira la estancia con detenimiento. Le indica una cantidad aceptable, ella saca el dinero de su bolso, se lo extiende, ve que su mano esta temblorosa.
El hombre saca el cambio, hace la nota, se toma su tiempo.
Isabel sabe que sus manos están sudando, camina hacia el elevador y ve que la luz de los pisos está encendida, cinco, seis, siete, y justo en su piso se abre la puerta. Ella está paralizada, su marido es el que llegó, el hombre se acerca y saluda al  marido que parece estar sorprendido.
--Isabel le comenta que el técnico está por salir, que arreglo la lavadora.
El hombre parece no querer irse, empieza a hablar de cosas, esa voz la perturba, no sabe por qué.
-Justo cuando el elevador regresa a su piso, el técnico se atreve a hablar.
--¿Disculpe, acaso no es usted, Isabel Castillo?—Pregunta.
Ella palidece, ya es demasiado se dice, voltea a ver a su marido y ve de nuevo al técnico.
--Isabel, soy Pancho Gómez, fuimos vecinos y amigos en la secundaria.
__Estas igualita, el tiempo no ha pasado para ti.
--Ahora lo reconoce, es Pancho, el pretendiente eterno, el chico que la asediaba y por el cual no tuvo ningún interés.
__Los comentarios de Isabel son secos, sí, apenas sí lo recuerda. Muchas gracias.
--Ya pasaron muchos años—
--Gracias por sus servicios.
Mira a su marido y le dice el señor va de salida, y se retira con los ojos enrojecidos

La promesa.

Se volvieron a encontrar  después de muchos años  en un ruidoso aeropuerto. Era viernes por la tarde. Tenían prisa. Conversaron muy poco: ambos  tenían sus familias y su vida organizada. Sin embargo, el gusto por recordar tantas cosas pasadas  los inquietaba.  Acordaron verse en el pequeño café que  solían visitar cuando eran estudiantes.  En una semana, viernes 6,   a las cuatro de la tarde.  Se despidieron aturdidos  deseando poder tener una larga charla.
Ella obsesionada pensó la semana entera en el encuentro. Tenía la nueva  imagen fija en su mente   del hombre que creyó conocer  bien en otro momento. Se sentía nerviosa, emocionada.  Se encontraría con Lalo, el muchacho que, ahora bien recuerda, la dejó sin ninguna explicación. Tal parece que se cansó, eso nunca se aclaró. Muchas veces hablaron de casarse,Lalo siempre  posponía la fecha para su  siguiente cumpleaños. Así pasaron cinco años. Ella lo amaba y esperó, siempre esperó. Cuando no supo más de él fue por años  que lloró su ausencia hasta que con el paso del tiempo, y sin pensarlo mucho, encontró otro amor.  En casa buscó entre sus cosas el pequeño álbum de fotos que aún conservaba de esos años: ahí estaba él. Mientras lo miraba de joven comprendió que ciertamente el tiempo transcurrió.
El día que se encontraron casi ni lo reconoció, estaba muy trajeado con corbata, cabello muy corto y  escaso; llevaba canas a los lados.  “Se veía grande”  se dijo.  Recordó su cabello negro  que  era abundante y largo. Se percató de que  antes ambos eran muy delgados y ahora vio con desencanto que él también luchaba con la báscula, con eso perdió su atractivo y dejó atrás su juventud.  Sus ojos azules  de los que siempre se mostraba orgulloso apenas se percibían tras sus gruesas gafas.
Por su parte ella fue a  la estética, se arregló el cabello, se hizo hacer rayos acaramelados, se sometió a una dieta rigurosa  casi criminal y  buscó ropas que la hicieran ver juvenil; todo por volverlo a ver.
Al fin llegó el día acordado, ella vistió un discreto vestido  floreado, calzó zapatos cómodos  anticipando una caminata por las calles que solían recorrer. Se dirigió a su automóvil y  salió rumbo a la cita  acordada. Era temprano, ella acostumbraba llegar a sus compromisos   con anticipación, decía que le ayudaba a estar tranquila y  tal parece que siempre lo necesitaba. Aparcó el auto en una de las lindas calles que rodeaban el café, decidió  caminar un rato. Mientras lo hacía se acordó de sus años de estudiante universitaria:  fue una experiencia maravillosa. La universidad, los compañeros, los estudios la mantuvieron muy entretenida. Fue en el transcurso de esos años que se tropezó con él, un muchacho alegre que cuando sonreía cerraba sus ojos. Estudiaban juntos las materias de su carrera. Paseaban por los jardines de su Universidad siempre hablando de los libros importantes. El soñaba con ser escritor, de hecho se sentía ya un escritor, y ella soñaba con dar clases de literatura y algún día atreverse a escribir. Pasaron muchas horas juntos: estudiaban, leían y conversaban todo el tiempo.
Las cuestiones de amor surgían siempre en el nivel platónico, le escribía versos, le regalaba libros cuyas dedicatorias le parecían ardientes declaraciones de amor. Siempre que pudo le aclaraba que con ella se iba a casar, que todos debían ver sus buenas intenciones. Ella hasta aprendió a tejer y le hizo una gran bufanda gris, la recuerda bien. Cuando hacía fresco lo veía llegar con su regalo envuelta en su cuello, y ella pensaba que eso era el amor, verlo la inundaba de alegría. Todos sabían que se pertenecían, fueron novios muchos años y siempre se les veía juntos.  A ella alguna vez se le ocurrió pensar en irse a vivir con él, pero jamás se lo insinuaron. Ahora sabía que no lo hubiese podido hacer, las razones pesaban mucho, dejó de pensar en ello. Se sentó en una banca en el pequeño jardín al  lado del café. Trató de imaginarse su vida con él, la tarjeta que le entregó al encontrarse decía que era Licenciado, estaba en el departamento de ventas de una automotriz de renombre, eso jamás lo imaginó.
— ¿Qué hizo con  su mundo de sueños? —se preguntó.
Se levantó del banquillo y se decidió  ir a la cita, al otro lado de la calle un lujoso auto llegaba, vio que él estaba dentro. Decidió seguirse sin detenerse,  estaba agitada, se encontrarían dentro pensó, y caminó de prisa.Entró al café La Selva, buscó una mesa alejada de la gente y ordenó un café.
—Un café  de olla con canela, por favor —
 El mesero se acercó y le hizo un comentario inesperado:
— Hace muchos años no se prepara así, ahora se ofrece capuchino y café americano, lo que usted desee— dijo en tono amable.
Este asunto tan tonto la hizo sentir muy incómoda, transpiraba, estaba nerviosa.  Deseo poder fumar un cigarrillo, sabía que estaba prohibido. El mesero que aún esperaba su orden  no se retiraba,ella  pidió un americano mientras miraba hacía la entrada. Parecía que Eduardo se demoraba, se encontraría  pronto con él.  Trató de serenarse, acomodó sus ropas, respiró hondo. Veía la entrada, en cualquier momento surgiría a la vista.
—Su   café—le  dijo el mesero mientras lo depositaba sobre la mesa,
— ¿Algún pastelillo? –   inquirió.
—Después, gracias, estoy esperando a otra persona—balbuceó ella.
Pasó más tiempo, el café se enfrió y el mesero se acercó de nuevo.
— ¿Puedo hacer algo por usted?
—Si, necesito ver a una persona que está por llegar, esta estacionando
       su auto. ¿No le importa sí salgo un momento?
—No hay problema—le  contestó de modo amable el mesero.
La mujer se levantó, se dirigió a la puerta, se sentía incómoda, miró a la calle y no vio ni al auto ni a su compañero universitario.
Se fue a casa, pasaron semanas y él nunca se comunicó. Buscó sus datos en facebook, no lo encontró. Encontró a otros compañeros, viejos  amigos de los dos. Se comunicó con Héctor, y después de conversar un poco se atrevió a preguntar por Lalo.  Sin responder le propuso un encuentro. Esta vez sería en un centro Comercial, al lado de su casa. Esa misma tarde se encuentran. Los  dos han cambiado, apenas se reconocen. Héctor  tiene una expresión sombría, habla poco. Le  extiende una revista y abre la página. Muestra  un accidente aéreo  que ocurrió justo el día que ella  regresó de New York, el día que se encontró con Lalo. No entendía el porqué le mostraban  la revista. Su acompañante señaló en la lista de desaparecidos el nombre de Eduardo. Por extraño que parezca ella recordó la fecha de cumpleaños de Lalo, totalmente confusa veía a su amigo a los ojos. El aire le faltaba, sentía que se sofocaba pidió salir, tenía que salir

miércoles, 25 de mayo de 2011

La muñeca de pasta

  En casa de mis padres, el mundo de los adultos y el de los niños estaba claramente separado. Sólo en las celebraciones familiares se convivía de manera muy especial. Al recibir la muñeca prometida el día que celebraba mi octavo año, la convertí en mi acompañante  por mucho tiempo. Lo recuerdo bien, era mí día asignado como especial. En casa se acostumbraba el pastel de cumpleaños, esta vez sería de chocolate. Mi madre solía hacerlo, y siendo yo la festejada,  recibía una probadita de la mezcla  con la cuchara de madera: supuestamente para dar el visto bueno, con la envidia de los demás niños. Esta siempre fue una parte importante de la celebración que culminaría a la hora de la merienda, cuando todos a la mesa, compartiríamos el pastel después de que las velitas se apagaran  y los cantos concluyeran. Una taza de chocolate espumoso, caliente, acompañaba al trozo del pastel. Por costumbre, a esas horas, nuestro padre llegaba con el regalito.  Pues bien, el día de mi cumpleaños, todos estuvimos a la mesa, menos papá.
En ese entonces a uno nadie le daba explicaciones y terminaron enviándonos a la cama, sin la presencia del cálido abrazo de papá y  el regalo que tanto había anticipado. Recuerdo  con tristeza esta parte de la noche, pero más tarde, quizá aún de madrugada, mi madre me despertó suavemente.  Me pidió guardar silencio, me hizo calzar mis zapatillas y toda amodorrada me llevó a la sala de mi casa. Ahí estaba papá, lo recuerdo muy bien: alto, aún con su sombrero puesto y con su  eterna expresión  cansada y dulce sonrisa. Él me anticipó que algo guardaba con sus manos a la espalda. Jugueteando busqué ver lo que traía, hasta que la vi..., sí, ahí estaba la gran caja con la muñeca de mis sueños, mientras la tomaba mi padre pronunció una disculpa por su tardanza, que ignoré aunque me fue importante. Luego,  me mandaron  a la cama pero me ocupé de encontrarle un nombre, ¨Mechita”, ese nombre le quedó por siempre.
 Mi muñeca de pasta. Con  grandes ojos café, una naricilla que apenas se le insinuaba, boquita regular y por cabello unas marcas castañas propias de las muñecas de pasta. Tenía el tamaño ideal para abrazarla y arroparla, su olor a goma acanelada y madera la hacía inconfundible y podría elaborarle ropas a mi gusto. Mi alegría fue inmensa, ella me acompañó y fue testimonio fiel de la magia de mi infancia. Las circunstancias en las que se me dio el presente  convirtieron esto en un recuerdo imborrable. Mechita y yo compartimos mucho, ella se convirtió en mi fiel compañera.  Por ser de pasta, no debía mojarse; requería sus cuidados, nada de agua, se me advirtió. Siempre estuve dispuesta a protegerla de todo daño y no creía necesaria tanta aclaración.
 Crecí en  un mundo en que los pequeños éramos mayoría. En casa nuestras distracciones importantes nos llevaban a   arremedar las prácticas cristianas a las que nos expusieron tanto.  Cuando venían  los primos  su visita  se convertía en gran fiesta y felices corríamos al jardín. Mi madre aprobaba nuestros juegos infantiles  siempre que fueran en el patio trasero de la casa. Como éramos al menos una docena los que nos reuníamos no quedó más que tratar de ser  democráticos: así que por principio participábamos todos en las  decisiones que se tomaban ante el evento que se eligiera. Nos armábamos de vestimentas y objetos indispensables para recrear escenarios  sacando  del sótano aquello que considerábamos necesario.  La elección de personajes nos llevaba a grandes discusiones y se repartían los papeles estelares. Elegíamos entre bautizos, primeras comuniones, misas de difuntos, rosarios y hasta entierros, todo aquello que a la mente infantil impacta. Por supuesto que entre los muñecos, que siempre sentábamos en fila haciéndolos pasar por devotos fieles, estaba mi Mechita. Era una diversión muy entretenida y de tan serios que nos queríamos ver terminábamos ridiculizando tanto a los personajes cómo a las ceremonias. La risa nos acompañaba en todo momento, era inevitable.
La celebración del bautizo de Mechita fue un día especial, toda la casa olía a higos dulces... En el patio trasero, justo junto a la gran higuera  en el jardín de la casa se instalaba la mesa que le haría de altar: punto de encuentro y escenario de imborrables eventos familiares. Sucedió unos días después de mi cumpleaños. La familia se reunió y la oportunidad llegó. Recuerdo bien la ceremonia de bautizo de mi Mechita, el hecho de que fuese de pasta no la salvó, tuve que hacer concesiones; entre todos se decidió que era su turno. Los nombres que asignaron a mi Mechita no los escogí yo, uno de mis hermanos, asignado cómo el padrino informó al distinguido presbítero, que se llamaría: Mechita, Petronila, Inmaculada, María, Tomasa…, y pensaba seguir hasta que los concurrentes le impedimos con tanta risa de proseguir. Pero eso no fue todo, mi primo Gonzalo, el que siempre acaparaba el papel estelar de cura, decidió que tenía que usar agua, o no valía la santa ceremonia. Como era de los mayorcitos, simpático y muy querido, recibió el apoyo de todos. A pesar de mis advertencias le echó agua a mi Mechita en la cabeza y la madrina la secó con prontitud y por milagro no le pasó mucho. Toda preocupada la tomé en mis brazos, no se fuera a enfermar, unos me tranquilizaban, otros me aseguraban que se iba a deshacer. De ahí pasábamos a lo mejor de la celebración, la merienda para niños que incluía los tradicionales tamales y atole como la ocasión requería.
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     Todos sabían lo mucho que quería a mi muñeca, que por supuesto dormía conmigo cada noche. Durante mi infancia, asistida por mi hermana, la mayor, me enseñé a coser, y tejer prendas para renovarla, la llevaba a todos lados pero nunca a la calle. No me la fueran a robar, pensaba yo…Mi muñeca de pasta paso a sufrir cambios con la exposición a la intemperie, pero siempre la quise igual. Un día que la busqué por todos lados, y no aparecía., la nana, la encontró en el jardín toda húmeda y dictaminó  que el sereno de la noche le desfiguro su semblante. Estaba toda hinchada y húmeda, y  pensé que el sereno era un monstruo nocturno, hicimos mucho alboroto. Yo lloraba desconsolada pero mi madre,  encontró la manera de suavizar su rostro y retocar sus colores perdidos, antes de devolverla a mis brazos

 Han pasado décadas y la vida me obligó a encontrarme con Mechita, toda maltrecha y descolorida. Muy escondida  se encontraba entre las cosas que mi madre cuidó en su casa hasta morir. Aparte del dolor de perderla a su avanzada edad, nos dimos a la tarea de disponer de sus pertenencias. Al vaciar su casa, revisando su contenido, quien se imaginaria, que entre sus cosas estaba  mi muñeca de pasta, la de los ojos grandes y la naricita pequeña. Mechita quien por décadas  permaneció en un eterno sueño, venía a abrir la puerta al pasado intenso, lleno de magia y emociones sin igual.
 Tomé a Mechita en mis manos, sacudí el polvo de los años de encierro, le acaricié su ajado rostro y la guardé  conmovida dentro de una  caja de madera que contenía documentos que llevaría a casa. La emoción que me embargaba  inundó de lágrimas mis ojos. Busqué la soledad  en otro cuarto, y de inmediato  me entretuve revisando documentos. Más tarde el cansancio marcó mi retirada, me dirigí al auto con mi gran caja  atesorada y me fui a casa. Anochecía ya  y en el camino me sorprendí  hablándole a Mechita como cuando yo era niña, el sonido de mi voz me llevó a un llanto silencioso.
  Ya en casa, más tranquila,  después de cenar, y mientras charlaba con los míos,  les comenté lo del encuentro con Mechita y para sorprenderlos me dirigí a recoger la caja. Les mostraría les dije, reminiscencias de mi infancia. De regreso y llena de entusiasmo posé la caja sobre la mesa, la abrí con delicadeza y el asombro asomó a mis ojos, la caja sólo contenía documentos, nada más. No pude explicar lo ocurrido, sé que estuvo en mis manos, que la vi bien y sin embargo no la pude mostrar; jamás supe que sucedió, sólo recuerdo de ese instante sus ojos fijos en  la caja abierta; el silencio reinó por un buen rato. Regresé al día siguiente a buscar a  Mechita en la vieja casona, pregunté y busqué más  nadie la vio, nadie supo de ella. Seróa el sereno, me dije.…